Desde los márgenes urbanos de Asunción, entre la ribera del Paraguay y los barrios históricos, emergió la voz literaria de Elián Bracho Álvarez. A los 18 años escribió Itá Pytã Punta y Bajoguá, dos relatos que hoy adquieren valor documental, al describir espacios que han desaparecido o fueron modificados por la urbanización.
Bracho nació en una generación marcada por la pandemia y el encierro. Fue precisamente en ese contexto, en 2020, cuando escribió sus dos primeras obras, retratando las fronteras invisibles de la ciudad y la adaptación humana en zonas de borde. Con sensibilidad narrativa, plasmó las vidas cotidianas en los márgenes del río y los ecos de un territorio en transformación.
Itá Pytã Punta se convirtió, con el tiempo, en una referencia literaria para comprender un sitio singular. En 2025, tras la remoción de rocas en el islote volcánico de ese lugar por parte del Ministerio de Obras Públicas, el paisaje cambió para siempre. La obra de Elián quedó como testimonio de una geografía que ya no existe.

Su otra obra, Bajoguá, también escrita en plena pandemia, documenta la identidad de los habitantes del barrio San Antonio. En ella, Bracho registró el hallazgo de un islote sin nombre en el río, bautizado por él como isla Banco Elián. Este gesto recuerda a los exploradores antiguos, que daban nombre a lo desconocido desde la observación directa.
Elián es además autor del cortometraje Zancudo, ganador del concurso Acesip 2023 en la categoría independiente. Su interés por lo visual y lo narrativo se complementa con su formación técnica en construcción civil y jardinería, adquirida en la Escuela Taller de Asunción y la Vocacional.
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En 2025 inició estudios en Antropología Cultural en el Ateneo Guaraní, integrando a su escritura una mirada etnográfica. Su obra refleja una atención especial a las dinámicas sociales, los vínculos comunitarios y la transformación del entorno urbano.
La producción de Bracho se inscribe en una línea de escritura que observa, archiva y describe espacios amenazados por el olvido o el progreso. Con apenas 23 años, su palabra ya funciona como memoria viva de territorios extinguidos.
Por RDN







