La corrupción, ese fenómeno que ha plagado las sociedades desde tiempos inmemoriales, está siendo objeto de un renovado escrutinio científico. Investigaciones recientes revelan patrones sorprendentes sobre cómo y por qué los seres humanos sucumben a prácticas corruptas, desafiando concepciones tradicionales sobre la naturaleza de este comportamiento.
Un experimento revolucionario realizado en supermercados italianos de Módena y Ferrara ha proporcionado evidencia empírica sobre el carácter contagioso de la corrupción. Los investigadores documentaron un incremento significativo en la deshonestidad de los consumidores, entre un 16% y 30%, tras la publicación de escándalos de corrupción en medios locales, con un pico de efecto cuatro días después de cada incidente.
La definición académica de corrupción como “abuso de poder para beneficio propio” abarca múltiples manifestaciones: desde el soborno hasta la malversación, pasando por la extorsión y el fraude. Los estudios económicos de los años 90 la consideraban primordialmente un “crimen de cálculo”, según la perspectiva del prestigioso investigador Robert Klitgaard.
Sin embargo, la última década ha presenciado un giro metodológico significativo. La incorporación de la economía conductual y la psicología social ha revelado inconsistencias en el modelo tradicional del crimen racional. El Dr. Nils Kobis, catedrático de la Universidad Duisburg-Essen, señala que la relación entre castigos, beneficios y comportamiento corrupto no sigue patrones tan predecibles como se pensaba.
Las investigaciones del Dr. Kobis, fundador de KickBack-The Global Anticorruption Podcast, han identificado distintas tipologías de corrupción. La malversación, como acto individual desde una posición de poder, difiere significativamente del soborno, que requiere coordinación entre múltiples actores para violar normas establecidas.
Un estudio revolucionario publicado en PNAS, dirigido por Kobis, reunió participantes de 18 países en un experimento de soborno. Los resultados cuestionaron la creencia generalizada sobre la existencia de “países corruptos” y “países íntegros”, revelando que la nacionalidad del interlocutor influye más que la propia en las decisiones éticas.
La investigación desmontó el mito de la “inmunidad cultural” a la corrupción. Contrario a la creencia popular, ciudadanos de países considerados éticamente ejemplares mostraron disposición a participar en sobornos cuando interactuaban con personas de naciones percibidas como más corruptas, en un fenómeno denominado “soborno condicional”.
Este descubrimiento sugiere que la corrupción no es un rasgo de personalidad inmutable, sino un comportamiento adaptativo influenciado por el contexto social. Los participantes ajustaban su conducta según su interlocutor, evidenciando la naturaleza dinámica y flexible del comportamiento corrupto.
La investigación ofrece tanto advertencias como esperanzas. Si bien nadie es completamente inmune a la corrupción, el entorno institucional y social juega un papel crucial en su prevención. Un experimento de campo en Manguzi, Sudáfrica, demostró que la percepción de disminución de la corrupción puede generar cambios conductuales positivos.
Las creencias colectivas emergen como un factor determinante. La percepción generalizada de corrupción en una sociedad puede actuar como profecía autocumplida, mientras que la convicción de cambio positivo puede catalizar mejoras reales en el comportamiento ético.
Los mecanismos psicológicos subyacentes incluyen actitudes morales, capacidad de racionalización y la abstracción de las víctimas. La corrupción frecuentemente se justifica como situación “ganar-ganar”, ignorando el impacto sobre terceros, especialmente cuando la víctima es una entidad abstracta como “la sociedad”.
Las emociones, particularmente la culpa, desempeñan un papel crucial. Contrario al modelo del crimen racional, los factores emocionales pueden tanto inhibir como impulsar comportamientos corruptos, especialmente en casos de nepotismo donde los vínculos afectivos complican las decisiones éticas.
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Fernando Jiménez, catedrático de la Universidad de Murcia y experto en anticorrupción, enfatiza la importancia de factores institucionales. La calidad gubernamental y los límites efectivos al poder ejecutivo son fundamentales para controlar la corrupción y promover la prosperidad social.
Las implicaciones de estas investigaciones son profundas para el diseño de políticas anticorrupción. Sugieren que las estrategias efectivas deben considerar tanto factores psicológicos como institucionales, reconociendo la naturaleza adaptativa del comportamiento corrupto y la importancia del contexto social en su prevención.
El combate efectivo contra la corrupción requiere un enfoque integral que fortalezca instituciones, modifique percepciones sociales y considere la complejidad psicológica del comportamiento humano. Solo así se podrá avanzar hacia sociedades más íntegras y transparentes.
Fuente: El País