Los efectos del confinamiento en niños y adolescentes continúan manifestándose cinco años después del inicio de la pandemia de COVID-19. Mientras que inicialmente se consideró a las personas mayores como la población más vulnerable, los estudios posteriores han revelado que son precisamente los jóvenes quienes experimentan secuelas más persistentes, especialmente en áreas relacionadas con la salud mental, el aprendizaje y la socialización.
Manuel Muñoz, investigador del Grupo de Evaluación e Investigación Psicológica en Salud Mental y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid, explica que la experiencia del confinamiento fue radicalmente distinta para niños y adolescentes en comparación con los adultos, quienes contaban con experiencias previas de crisis. Esta diferencia ha marcado profundamente el desarrollo psicosocial de quienes atravesaron etapas cruciales de crecimiento durante el aislamiento. En el ámbito educativo, profesionales como la psicopedagoga Marta Valcárcel reportan un aumento significativo en consultas relacionadas con retrasos en el desarrollo de la lectoescritura, problemas de pronunciación, dificultades psicomotrices y resistencia a la separación de los padres.
Los especialistas atribuyen estas dificultades no solo al tiempo de encierro, sino también a las medidas posteriores como los “grupos burbuja”, que limitaron la interacción social. La reducción del juego al aire libre con otros niños, la escasa exposición a realidades diferentes al entorno familiar y el incremento del tiempo frente a pantallas han contribuido a configurar un perfil de desarrollo distinto al de generaciones anteriores. Particularmente preocupante resulta la situación de los adolescentes, grupo en el que se ha detectado un deterioro significativo de la salud mental, con aumentos en autolesiones, conductas suicidas y trastornos alimentarios.
El impacto se extiende también al ámbito universitario, donde estudiantes que se autodenominan “generación COVID” manifiestan cambios sustanciales en su forma de relacionarse con el entorno académico. Cynthia Almenara, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, observa que la vida universitaria no ha recuperado su dinámica pre-pandémica: los espacios antes concurridos permanecen relativamente vacíos, con estudiantes que prefieren regresar a casa inmediatamente después de las clases. Esta nueva realidad ha modificado profundamente la experiencia universitaria, reduciendo la participación en actividades colectivas, asambleas estudiantiles y organizaciones de activismo social.
Leé más: A cuatro años del primer caso de Covid-19 en Paraguay: una mirada retrospectiva
En términos académicos, María Fernández, profesora del Departamento de Sociología Aplicada de la Universidad Complutense, advierte sobre una pérdida generalizada de aprendizaje, especialmente notable en materias como matemáticas. Este fenómeno se intensifica en estudiantes provenientes de entornos socioeconómicos desfavorecidos, quienes durante el confinamiento enfrentaron mayores dificultades para acceder a recursos educativos adecuados. La brecha educativa se amplió considerablemente, con impactos desiguales según las condiciones familiares y las capacidades previas de los alumnos.
Unite a nuestro canal de WhatsApp
No obstante, los especialistas también identifican aspectos positivos en esta compleja situación. El más destacado es la normalización de las conversaciones sobre salud mental, impulsada principalmente por los jóvenes. Esta apertura al diálogo sobre bienestar psicológico representa un avance significativo en la desestigmatización de los problemas mentales y podría facilitar el acceso a recursos de apoyo para quienes los necesitan. Mientras los autodenominados miembros de la “generación COVID” continúan adaptándose a una realidad post-pandémica, la sociedad enfrenta el desafío de comprender y atender las necesidades específicas de quienes vivieron sus años formativos durante este periodo excepcional.
Fuente: Expansión